EL CONFLICTO TIBETANO
 

El Tibet ha sido un país que ha sufrido numerosas invasiones por parte de sus vecinos chinos, mogoles (fueron quienes cedieron el poder a los Dalai Lama), manchúes, nepalíes e incluso de Inglaterra; en la primera parte del siglo XX se han repetido los intentos de ocupación del Tibet, por parte de China, que culminaron con la anexión definitiva en 1949.

Inglaterra, que tuvo grandes intereses comerciales en la zona, fue mediadora, en un principio, del conflicto para dejar después las manos libres al gobierno chino. Así, los ingleses envían sus tropas al Tíbet, en 1904, para contrarrestar la creciente influencia rusa en la zona. El Dalai Lama huye a Mongolia permaneciendo en el exilio hasta 1911. En 1906 los ingleses ceden al imperio chino la soberanía en el Tibet a cambio del pago de una sustanciosa indemnización. Un año después, los gobiernos británico y ruso firman un acuerdo de no injerencia en los asuntos tibetanos. Pero los tibetanos no se resignan a la ocupación china y, en 1912, los expulsan proclamando su independencia, que se verá teóricamente refrendada dos años después en la conferencia que los gobiernos británico, chino y tibetano celebraron en Simla, donde se alcanza un acuerdo sobre las relaciones fronterizas. En 1918 se produce un nuevo intento de invasión por parte china. Con ayuda británica se acordó una tregua que fue rota con una nueva guerra entre 1931 y 1933, tras la cual el Tibet tuvo que ceder parte de su territorio. A pesar de todo el Tibet mantuvo su independencia hasta 1949, en la que se inicia la invasión definitiva de los chinos tras la revolución maoísta.
 


Foto: Salvador Martínez
(Del libro Laberintos - Madrid, 1986 ©)

 

LA INVASIÓN DEFINITIVA

En 1949 los nacionalistas de Chang Kai Chek abandonan su guarnición en Lhasa y la recién nacida República Popular China, liderada por Mao Tse Tung, inicia una obstinada reclamación territorial sobre el Tibet proclamando que «irán a liberar al Tibet de los invasores extranjeros y reintegrarlo a la Tierra Madre». China envía un ejército de 80.000 soldados que impone con facilidad un Acuerdo por la Liberalización Pacífica del Tibet, el cual confirió a dicho país la defensa y la representación en política exterior del Tibet dejando la política interior en manos del Dalai Lama.

Sin embargo, este hecho es sólo un primer paso en la estrategia anexionista del gobierno de Pekín y, en 1950, los chinos penetran en Lhasa ocupando definitivamente el país de las nieves. En 1956 se crea la Región Autónoma del Tibet provocando el levantamiento del pueblo tibetano y la creación de una guerrilla en contra de la ocupación y de la política china de instituir comunas populares, copiadas de las establecidas por el régimen comunista tras la revolución. Sin embargo, la guerrilla, pobre, desorganizada y mal dirigida, fue fácilmente aplastada por el Ejército chino. El acto final de la revuelta popular se produce el 10 de marzo de 1959 con la trágica represión de una multitudinaria manifestación pacífica por la independencia en la que mueren, según todos los datos, miles de tibetanos y que provoca la huida del Dalai Lama y de sus seguidores a Nepal y la India. A pesar de diversas resoluciones aprobadas por la Asamblea de las Naciones Unidas condenando estos hechos, la anexión se consuma.

LOS «CUATRO ATRASOS»

La derrota de la resistencia tibetana permitió que los chinos comenzaran a desarrollar la política que tenían preparada para el Tibet y que se vino a denominar como la de los «cuatro atrasos»: la religión (budista, omnipresente en la vida del pueblo tibetano), la forma de vida atrasada, la cultura y, sobre todo, la forma de pensar de sus gentes.

Cuando las tropas chinas entraron en el Tibet, el país todavía seguía siendo un territorio alejado e inaccesible tanto para Occidente como para sus propios vecinos asiáticos. El sistema gobernante era una teocracia budista y la sociedad tibetana estaba organizada en rígidas clases sociales, con una minoría de terratenientes que ostentaban numerosos privilegios, aunque, por supuesto, este hecho no fue el detonante de la invasión.
 


FOTO by Nathan Freitas [http://www.onwardtibet.org/index.html source]
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La ocupación ha supuesto la destrucción de monasterios y la reconversión de muchos de estos templos en sedes oficiales para el Gobierno chino o en centros de negocio turísticos. El número de monjes budistas ha disminuido hasta el punto de que podrían quedar en la actualidad sólo un millar. Las denuncias sobre persecuciones, encarcelamientos y asesinatos del clero han sido reiteradas y hablan bien a las claras de cómo los ocupantes pretenden resolver uno de los «atrasos». La prensa occidental, durante estos años de ocupación, ha venido publicando dramáticas noticias de monjas y monjes que habrían sido obligados a tener relaciones sexuales en público, el confinamiento de miles de tibetanos en campos de trabajo forzoso o cómo los locales sagrados han sido convertidos en establos o graneros, amén de la destrucción de piedras labradas con mantras (rezos) sagrados, bibliotecas que atesoraban manuscritos centenarios y la persecución de muchos eremitas que fueron insultados y ridiculizados públicamente llegándose incluso a torturar a los mismos.

El Tibet, además de tener un subsuelo muy rico en minerales, detenta una gran importancia económica y geopolítica: se calcula que un 25% de los mísiles intercontinentales de cabezas múltiples de China están desplegados en suelo tibetano. El  colonialismo chino se extiende, así mismo, a la utilización del suelo tibetano, un ecosistema único en el planeta, como vertedero de material radiactivo y muchos bosques han sido talados de manera indiscriminada para la obtención de madera que nunca se queda en el país.

LA SOLUCIÓN FINAL

La forma en que los chinos están intentando determinar el futuro de este pueblo, es otro de los graves problemas —si no el principal— que gravitan sobre la sociedad tibetana. Los niños tibetanos están siendo educados férreamente bajo los principios comunistas, lejos de sus tradiciones culturales. Además, las autoridades del gigante vecino están propiciando la emigración de miles de trabajadores chinos con la garantía de que tendrán buenos empleos y salarios, así como destacadas ventajas sociales de las que, seguramente, no disfrutarían en su país natal. La inmensa mayoría de las tiendas y negocios están ya en manos de los invasores. La ciudad permanece dividida en dos comunidades, una próspera y otra pobre —la tibetana—. La mendicidad es otra lacra: pensemos que los ingresos mensuales medios son de unos 9 euros. A esta situación se suma la «política» de natalidad impuesta a la población tibetana, una política que ronda —según todas las noticias— el genocidio, dado que se fuerza la esterilización de muchas mujeres. Los chinos, mientras tanto, aumentan día a día su número.

Tras un largo período, el referéndum de 1965 devolvió al Tíbet una autonomía disminuida. Votaciones en Chamdo, donde comenzó la invasión
FOTO: Nathan Freitas (Lic. Attribution-Share Alike 2.0
Generic, vía Wikimedia Commons)
 

EL BUDISMO

La religión ha estado siempre muy presente en la conciencia popular tibetana. Comúnmente se dice que en el Tibet se practica el Budismo Tántrico (tantra significa ‘transformación’), pero en realidad practican una de las reglas de esta religión, la Mahayana, cuyo objetivo es la liberación de todos los seres. Esta vía del budismo tiene la peculiaridad de que antes de que se produzca la liberación individual se debe adoptar el compromiso de liberar a todos los demás, por largo que sea este camino.

No es de extrañar pues que estas convicciones del pueblo tibetano choquen frontalmente con las teorías materialistas del comunismo. Las carreteras, los hospitales, la luz eléctrica, el nuevo aeropuerto de Lhasa…, no son suficientes para cambiar la mentalidad ancestral de un pueblo tan impregnado por la religión y lo grave y anacrónico es que la administración china pretende desterrar, por la fuerza, las creencias de los tibetanos. Así, son frecuentes las campañas en contra del Dalai Lama, al que se acusa de todo tipo de crímenes, con el objetivo evidente de minar la confianza del pueblo en él y, de paso, intentar desterrar la religión que representa. Las campañas internacionales en defensa de la libertad religiosa de estas gentes han resultado positivas, limitando un poco la política represiva de los ocupantes en este terreno.

LA REPRESIÓN POLÍTICA

Las detenciones y encarcelamientos por motivos políticos en el Tibet continúan. El Gobierno tibetano en el exilio denuncia torturas por parte del Ejército. China lo niega, pero tiene cerrado el país a cal y canto. La entrada de periodistas está prácticamente prohibida y los turistas sólo pueden viajar a unas zonas escogidas, bajo el control de las autoridades. China, por supuesto, nunca ha reconocido su papel de invasor del Tibet y mantiene que dicho acto fue la «liberación pacífica de una región oprimida que siempre había pertenecido a China», «liberación» que, sin embargo, no permite hablar en su propia lengua a los tibetanos: todos están obligados a hablar chino.


Foto: Salvador Martínez
(Del libro Laberintos - Madrid, 1986 ©)

El  Tibet, el «techo del mundo», se enfrenta a una dura situación. Ocupado por uno de los países más poderosos de la Tierra, sus tradiciones ancestrales están siendo atacadas brutalmente y sus gentes sufren la miseria, la persecución y, en muchos casos, la muerte. Es otro ejemplo más del colonialismo salvaje (¿hay, acaso, alguno que no lo sea?) que antaño destruyó numerosas sociedades en América, África y Asia.

Quizá la apertura de China al mundo, en un despertar que aterró a Napoleón y que —al parecer— hizo que pronunciara la famosa frase «Dejad que China duerma; cuando despierte, el mundo temblará» sea un hálito de esperanza para los tibetanos, pues la política de este país con el Tibet será inaceptable para la sociedad global en que ya vivimos. Pero, por supuesto, esto no deja de ser una entelequia: el futuro del pueblo tibetano depende de su propia lucha y del apoyo de todas las fuerzas sociales que luchan por hacer un mundo más justo.

Mientras llega ese momento, es seguro que los tibetanos seguirán esperando, a la sombra del Chomolungma, la montaña que nosotros llamamos Everest y que marca la frontera entre Nepal y Tibet, la liberación de todos los seres. Si algo ha enseñado la historia es que las convicciones no se cambian a base de culatazos.

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Artículo por José Miguel Jiménez y Pedro M. Martínez
 

 

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